Comprensión lectora

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Sara había aprendido a leer ella sola cuando era muy pequeña, y le parecía lo más divertido del mundo.

—Ha salido lista de verdad –decía la abuela Rebeca–. Yo no conozco a ninguna niña que haya hablado tan clarito como ella, antes de romper a andar. Debe de ser un caso único.

—Sí, es lista –contestaba la madre–, pero hace unas preguntas muy raras; vamos, que no son normales en una niña de tres años.

—¿Por ejemplo, qué?

—Que qué es morirse. Y que qué es la libertad. Y que qué es casarse. La abuela se reía.

—A los niños lo que hay que hacer es contestarles a lo que te preguntan, y si no les quieres decir la verdad, pues les cuentas un cuento que parezca verdad. Mándamela aquí, la puedo espabilar mucho.

—¡Válgame Dios, cuándo hablarás en serio, madre! No sé a qué edad vas a sentar la cabeza.

—Yo nunca. Sentar la cabeza debe ser aburridísimo. A ver si me mandas a Sara algún domingo, o la vamos a buscar nosotros, que Aurelio la quiere conocer.

Aurelio era un señor que por entonces vivía con la abuela. Pero Sara nunca lo llegó a ver. Sabía que tenía una tienda de libros y de juguetes antiguos, cerca de la catedral de San Juan el Divino, y a veces le mandaba algún regalo. Por ejemplo, un libro con la historia de Robinson Crusoe al alcance de los niños, otro con la de Alicia en el País de las Maravillas y otro con la de Caperucita Roja. Fueron los tres primeros libros que tuvo Sara, aun antes de leer bien. Pero traían unos dibujos tan detallados y tan preciosos que permitían conocer perfectamente a los personajes e imaginar los paisajes donde iban ocurriendo sus distintas aventuras. Aunque no tan distintas, porque la aventura principal era la de que fueran por el mundo ellos solos, sin una madre ni un padre que los llevaran cogidos de la mano, haciéndoles advertencias y prohibiéndoles cosas. Por el agua, por el aire, por el bosque, pero ellos solos. Libres. Y naturalmente podían hablar con los animales, eso a Sara le parecía lógico. Y que Alicia cambiara de tamaño, porque a ella en sueños también le pasaba. Y que el señor Robinson viviera en
una isla, como la estatua de la Libertad. Todo tenía que ver con la libertad.
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Sara, antes de saber leer bien, a aquellos cuentos les añadía cosas y les inventaba finales diferentes. La viñeta que más le gustaba era la que representaba el encuentro de Caperucita Roja con el lobo en un claro del bosque; cogía toda una página y no podía dejarla de mirar. En aquel dibujo, el lobo tenía una cara tan buena, tan de estar pidiendo cariño, que Caperucita, claro, le contestaba fiándose de él, con una sonrisa encantadora. Sara también se fiaba de él, no le daba ningún miedo, era imposible que un animal tan simpático se pudiera comer a nadie. El final estaba equivocado. También el de Alicia, cuando dice que todo ha sido un sueño, para qué lo tiene que decir. Ni tampoco Robinson debe volver al mundo civilizado, si estaba tan contento en la isla. Lo que menos le gustaba a Sara eran los finales.

Caperucita en Manhattan.
Carmen Martín Gaite